Enero 2023: “Una mujer”, de Annie Ernaux

 

“Mi madre murió el lunes 7 de abril en la residencia de ancianos del hospital de Pontoise, donde la había ingresado dos años antes. El enfermero dijo por teléfono: ‘Su madre se ha apagado esta mañana, después de desayunar’. Eran más o menos las diez”.

Con esas líneas comienza Una mujer, el libro en el que Ernaux narra la muerte de su madre, ocurrida el 7 de abril de 1986, pero también la enfermedad -Alzheimer- que la alejó dos años antes del mundo, cuando borró sus recuerdos, la volvió pura ira y sospecha, y disminuyó su capacidad intelectual. Y en ese impulso, Ernaux no sólo recorre la vida de esa mujer, marcada por la guerra, sino también su búsqueda terca e incansable por superar la pobreza, su acotada formación y hasta sus modales.

Ernaux, es cierto, habla de su madre, del entierro, de la enfermedad, de la vida en el pequeño pueblo de provincia de Francia donde pasa buena parte de su existencia. Pero como en toda la obra de la flamante Premio Nobel, más allá de ese yo, hay un nosotros que nos invita a entrar al relato no tanto para conocer a la mamá de Ernaux (de la que no sabemos ni el nombre) sino para comprender la dimensión humana de un tiempo y de una condición; para entender, por ejemplo, aquella época en la que creció, en la que ir a la escuela no era una obligación tan fundamental como aprender a rezar, asistir a misa, no mostrar las rodillas y conseguir un marido decente. Y aunque no hayamos atravesado eso que cuenta la escritora, podemos comprenderlo perfecta y -a veces- dolorosamente.

Ernaux empezó a escribir este libro tres semanas después de que su madre -“la mujer más importante de mi vida”- muriera. “Fue una forma de soportar su muerte, pero también me empujó el hecho de que teníamos una historia muy diferente. Me impregné de sus enseñanzas y de su modelo, aunque lo negué y rehuí en cierto modo”.

Despojada de lo superfluo, fiel a su estilo preciso, Ernaux dibuja el perfil de la madre. Campesina y obrera en una fábrica de margarina y en una fábrica de cuerdas, la madre es una mujer dominante, religiosa, orgullosa, pero sobre todo una inagotable promotora del ascenso social de su hija, a quien envió a estudiar y a quien cuidó con celo del destino más temido de las hijas de la clase baja: la fábrica y el embarazo prematuro. Y además, como la generación que vivió las penurias de la guerra, es alguien que conoce “todos los gestos que hacen posible a uno arreglárselas con la pobreza”.

La mujer, que se lava las manos antes de tocar un libro, reserva cada gramo de su empeño en huir de la miseria, sueña con convertirse en la propietaria de un almacén (cosa que logra y que lleva adelante con la alegría de poder compartir e incluso alimentar a sus vecinos), y proyecta en la hija la satisfacción de sus propias carencias: “Ella servía papas y leche de la mañana a la noche para que yo estuviera sentada en un anfiteatro oyendo hablar de Platón”, escribe Ernaux sobre sí misma, pero también sobre todos aquellos que, nacidos en medio de la pobreza, pudieron prepararse para un futuro mejor.

Contar la verdad, despojada, fría, como exhibida sobre un mármol. Evitar que la memoria individual, estrechamente ligada a la colectiva, termine arrasada por el paso del tiempo. Eso hace Ernaux. “Si todas las imágenes y todos los recuerdos están condenados a desa­parecer, Annie Ernaux se encierra en su escritorio cada día buscando un antídoto a ese inexorable olvido. Sus libros son, en el fondo, una copia de seguridad”, escribió el diario El País sobre el tono y el estilo de Ernaux. Algo que se hace evidente en este texto, en el que Ernaux recupera momentos que son gemas del pasado.

A lo largo de la narración, la autora escribe y se enfrenta a sentimientos encontrados –admiración a veces, irritación otras, culpa, vergüenza incluso– que tuvo hacia su madre. “Para mí, mi madre no tiene historia. Siempre ha estado allí. Mi primera reacción, al hablar de ella, es fijarla en unas imágenes sin noción de tiempo: “era violenta”, “era una mujer que encendía todo a su paso”, dice bien al comienzo del libro. Pero el arco que recorre, el necesario arco que recorre, la hace también observar la evolución y la ambivalencia de sus sentimientos. Pasa de la adolescencia en la que sufrió las diferencias con su mamá, en las que tomó distancia escuchando discos que su madre y la Iglesia aborrecían, a la juventud en la que se debatió dentro de su vergüenza pueblerina, y más tarde a una adultez en la que veneró a la frágil anciana en la que se había convertido.

Los fragmentos que miran de frente a la madre muerta -el precio del féretro, el color de la tapicería, el casete con música de órgano que pone el cura-, y aquellos que desgranan el descenso a las oscuridades del Alzheimer, son tan precisos y duros como profundos. “Desde hace unos días, cada vez me cuesta más escribir, porque no querría haber llegado nunca a este momento. Sin embargo, sé que no puedo vivir sin unir por la escritura a la mujer demente en la que se convirtió con la fuerte y luminosa que había sido”.

Como toda la obra de Ernaux, este es un libro pequeño, de apenas 108 páginas. Le bastan a la escritora para que entendamos esas vidas modestas pero llenas de una fuerza arrolladora que permiten superar quizás no para sí mismas, pero sí para sus hijos, todos los obstáculos de un mundo en guerra, y la precariedad de una existencia llena de limitaciones. Para ver los dos lados de ese sacrificio: el que lo hace por otros, y el que lo recibe y siente una especie de culpa por superar aquel mundo austero, embrutecido. También para revivir los lazos indisolubles que se establecen entre madres e hijas y para transitar ese terreno inestable, doloroso e irreversible de la enfermedad. Todo, en 108 páginas que sacuden lo más íntimo, lo más visceral, lo más cotidiano, lo más amoroso.
Lo sacuden, y nos hace temblar.

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