Abril: “La carretera”, de Cormac McCarthy

¿Qué recuerdos guardaríamos si ya no hubiera nada para recordar, si el mundo fuera pura desolación, negrura, si todo el aire que respiramos oliera a final?. ¿Con qué nos quedaríamos si tuviéramos que emprender lo que quizás sea el último viaje? ¿Hay algún objeto que contenga a todos lo que le dieron sustancia a una vida? ¿Dónde encontrar la esperanza, la bondad, la belleza, la fuerza y el ánimo? ¿Para qué?

La carretera, de Cormac McCarthy, es un libro desolador, que se lee con el corazón y el estómago estrujados, y sin embargo tiene tanta belleza en medio del horror, tanto amor, tanto intento de bondad.

Lo que leerán, si hubiera que resumirlo en muy pocas palabras, es una travesía hacia el Sur de un padre y un hijo pequeño por una carretera norteamericana en medio de las ruinas de la humanidad. Nunca nos dirá qué es lo que ocurrió para que todo esté así. No sabremos jamás qué año es. Pero se huele: la devastación es casi total. Ya no hay animales, ninguno. Ya casi no hay seres humanos. Nada brota de la tierra. Lo que hay es un paisaje posapocalíptico, esteril; hay humo, muertos, seres humanos que mal viven intentando comerse a otros para alimentarse. Un infierno. Y allí, en medio de esa carretera, un padre y un hijo, con un changuito de supermercado como única pertenencia, atraviesan todo para llegar al Sur.

Cómo lo hacen, qué se dicen, qué hacen con la esperanza que los hombres nos empecinamos en cultivar aún en las situaciones menos favorecedoras, esa es la médula de La carretera. Y la médula, esa médula, es de una belleza estremecedora.

La leyenda, porque todo alrededor del señor McCarthy es leyenda, dice que el libro se le ocurrió una noche mientras miraba a su hijo de seis años dormir plácidamente. Él estaba asomado a la ventana de uno de esos clásicos moteles de ruta de los Estados Unidos, en este caso en los alrededores de El Paso, Texas. El padre miró al chico en la penumbra; vio esa respiración acompasada, profunda y pensó que el niño era la imagen vívida de la ternura y la bondad. Luego, McCarthy volvió a mirar por la ventana, y escritor y pesimista como es, se preguntó cómo sería esa misma tierra muchos años después. Imaginó fuegos, destrucción, oscuridad. Y así, como germinan algunas semillas, el encontró en esa mezcla de bondad interior y destrucción exterior, el caldo de cultivo de La carretera, la novela que le haría ganar el premio Pulitzer y que se convertiría en su libro más leído, más admirado, más estremecedor.

Si La carretera es el libro más leído de Cormac McCarthy es por una razón que parece claramente en las antípodas de lo que representa este escritor que vive más bien como un heremita, en algún lugar de la frontera con México, y que dice que alguna vez fue vagabundo. La razón – esa clase de sucesos inesperados que a veces ocurren y cambian el curso de una vida- es que la famosísima Oprah Winfrey, conductora de tevé norteamericana, una de las más conocidas del mundo- leyó el libro, lo amó y lo incluyó en su club de lecturas en 2007. De paso, invitó al escritor a una entrevista en el estudio. Ella misma lo llamó por teléfono y se lo pidió. Y McCarthy, que es retraído y solitario pero como la mayoría de nosotros espera vivir de lo que hace, lo pensó menos de dos horas y aceptó. Con sus condiciones, eso sí: le dijo a Oprah que haría la entrevista si se hacía en la biblioteca de Santa Fé, Nuevo México, que el escritor considera algo así como su segundo hogar. Y allí fue ella, y emitió en vivo una entrevista que salió entre otras partes del programa que tenían como invitados a Michel Moore y al cantante de U2, Bono.

McCarthy dijo ahi que este libro era una declaración de amor a su hijo. También dijo que siempre supo que quería escribir pero que nunca supo cómo vivir de ello. Si creen que después de eso la vida de McCarthy cambió y se volvió de color rosa, se equivocan. No dio una nueva entrevista nunca más hasta ahora y no sabemos si aprendió a vivir de lo que hace, que es escribir como los dioses.

Para cuando abrimos el libro, ya todo es apocalipsis. Y nada, nada, que nos haga pensar que el futuro será mejor.
Pero en ese trayecto, McCarthy escribe párrafos como este: “Y se quedó allí de pie y fugazmente vio la verdad absoluta del mundo. El frío y despiadado girar de la tierra infestada. Oscuridad implacable. Los perros ciegos del sol en su carrera. El aplastante vacío negro del universo. Y en alguna parte dos animales perseguidos temblando como zorros escondidos en su madriguera. Tiempo prestado y mundo prestado y ojos prestados con que llorarlo”.

Y también frases como estas: “nosotros llevamos el fuego”, una línea de diálogo que se repiten padre e hijo, una y otra vez a lo largo del libro. Una frase que esconde una de las maravillas de esta historia, esa médula, esa idea medular, de enseñar a hacer el bien, de querer ser buenas personas aún en medio de la atrocidad más absoluta, de mantener viva una llama aunque no haya mucho que la haga resplandecer.

Un padre y un hijo, empujando un carrito de supermercado con algunas últimas latas de comida, alguna manta para abrigarse, no mucho más, pero con la decisión, férrea, tozuda, de seguir hacia adelante, hacia el Sur, con estoicismo, con una resistencia obstinada en permanecer humanos, en ser buenos, a pesar de todo.

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