Marzo: “República Luminosa”, de Andrés Barba

¿Qué tan firmes son nuestros valores cuando deben enfrentar un hecho extremo? En qué punto, el amor empieza a parecerse al miedo, y en qué punto siguiente, el miedo lo transforma (lo deforma) todo? ¿Quién es el civilizado cuando la supuesta civilización se mira de frente con la supuesta barbarie?

 

La puerta de entrada a República luminosa es un mal presagio. El narrador lo avisa, pero a nosotros, los lectores, nos ocurre como a la mayoría de las personas, decimos que no creemos en los malos augurios, y nos preparamos a oír esta versión “objetiva” de la historia: la tragedia de los 32 niños de San Cristóbal, que irrumpieron sin ninguna causa aparente en ese pueblo tropical y trastocaron por completo la idea de la infancia y de la inocencia.

 

La novela de Andrés Barba transcurre en un pueblo inventado y narra hechos ficticios. Pero el modo en que elige contarlos -como si fuera una crónica periodística, con sus datos, sus rumores, y sus múltiples fuentes- hace que nos sumerjamos en la historia como si fuera real y documentada. Y entonces, deja de importar que todo sea imaginación del autor, porque las preguntas que nos sugiere son sumamente inquietantes y nos ponen de frente a uno de esos espejos de feria, en los que nuestra imagen puede parecer distorsionada pero aún así sabemos que somos nosotros, y no tiene nada de gracioso.

 

El narrador cuenta hechos que ocurrieron exactamente 22 años atrás, cuando él llegó a San Cristóbal junto a su mujer, Maia, una violinista nacida en ese lugar, y la hija de ella, que se llama igual que la madre por lo que el narrador elige llamarla “niña”. El hombre está feliz por este traslado a San Cristóbal, tras ser ascendido al ministerio de Asuntos Sociales para poner en práctica un programa de integración de comunidades indígenas (que en San Cristóbal, es la comunidad ñeê).

 

Lo que ocurre en San Cristóbal, poco después de que ellos se instalen y durante un año y medio, es que aparecen niños en las calles; niños de entre 9 y 13 años, desconocidos, sin familia, evidentemente pobres, y sucios. No son los niños que habitualmente piden o venden limones en las esquinas. Son otros niños, que por su aspecto, su mirada, su falta de pertenencia, su lengua incomprensible, sus actitudes, empiezan a incomodar a todos.

“Aquellos niños que habían comenzado a tomar silenciosamente las calles se parecían muy poco a las dos versiones de esa gracia original que habíamos conocido hasta la fecha: nuestros propios hijos y los niños ñeê. Es verdad que los niños ñeê estaban sucios y sin escolarizar, es cierto que eran pobres y que la miopía de la sociedad de San Cristóbal daba por descontado que eran irrescatables, pero su condición de indígenas no sólo suavizaba ese estado sino que en cierto modo lo hacía invisible. Por muy lastimosos, sucios y a menudo afectados por enfermedades víricas, ya nos habíamos inmunizado contra su situación.”

 

Que la infancia sea lo que incomoda hace que ese espejo en el que nos miramos nos deforme más. ¿Qué pasaría si nuestras calles se vieran invadidas por niños semisalvajes, a los que no entendemos; qué pasaría si su comportamiento no tuviera nada de inocente, si nos dieran miedo? Son preguntas que la novela se hace. Y lo hace de una manera muy inteligente, mostrando las contradicciones entre el pensamiento moral y lo políticamente correcto; poniendo luz sobre las reacciones de autodefensa poco razonables que los ciudadanos aparentemente razonables van tejiendo.

Hay algo en la novela que quizás recuerde a “El señor de las moscas”, de William Golding. Pero Barba da un paso más porque aquí no hay lección moral; no hay el bien de un lado ni el mal del otro; aquí, lo que hay, es el perturbador colapso entre la imagen de la infancia que los adultos tenían y la que tendrán después de que esa infancia se vuelva contra ellos. Y entonces, esto lo dice el propio Barba, entra en juego la influencia de Joseph Conrad y “El corazón de las tinieblas”.

“Hay un tema muy bonito de Conrad que funcionaba muy bien con esta historia: la pregunta por qué es lo civilizado. La gente siempre dice “barbarie contra civilización”, pero ese no es el dilema de Conrad, ver quién gana, si la barbarie o la civilización, sino qué es lo civilizado. Casi todas las novelas de Conrad tratan sobre un tipo aparentemente civilizado que va a un lugar salvaje y se comporta de una manera mucho más salvaje que los civilizados, que son los salvajes de allí. La pregunta de Conrad es por lo frágiles que son nuestros valores supuestamente civilizados cuando los ponemos en un lugar extremo. Y en ese sentido funcionaba muy bien para contar un episodio en el que unos niños básicamente ponen en compromiso la idea de infancia, que es uno de los valores seguros, un valor sobre el que hay un consenso total: esto es lo que hay que proteger, esto es lo puro por antonomasia”.

En esta historia, efectivamente, lo puro ya no es transparente; tiene fallas, turbiedad. Y entonces, se dispara la alarma social, crece ese monstruo deforme que es la indignación popular, comienzan a tomar formas el afán de perseguir y castigar a esos otros que no entienden. Y además, por si fuera poco, los niños del lugar -“nuestros hijos”- empiezan a tener comportamientos que asustan a los mayores. Es interesante cómo Barba retrata esa especie de locura colectiva en la que entra en juego el amor, el miedo, la superstición, el celo por defender a los propios, la necesidad de hacer algo ante la alteración de la “normalidad”.

La novela de Barba, adictiva, hipnótica, brillante, nos pone frente un espejo en muchos sentidos. Aunque no tiene nada que ver con la pandemia del coronavirus, bien puede servirnos para hacernos pensar en cómo actuamos ante situaciones que no comprendemos, cómo juzgamos, qué hacemos, cómo nos movemos como sociedad y con que miedos nos recostamos sobre nuestras almohadas. Pero también, y sobre todo, claro, para mirar descarnadamente ese molde en el que encajamos, muchas veces a la fuerza, a la infancia.

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