Abril: “Me llamo Lucy Barton”, de Elizabeth Strout

Allá, del otro lado del vidrio, brilla el emblemático edificio Chrysler. La que lo ve es Lucy Barton, desde la ventana de una habitación del hospital neoyorquino donde le cuesta recuperarse de lo que parecía una vulgar operación de su apéndice. Lucy pasará nueve semanas en ese lugar.

Una habitación, una ventana, y una visita inesperada (la de su madre, a la que hace muchos años que no ve), es casi todo lo que necesita Elizabeth Strout para hablar de las extrañas formas del amor, y de cómo aquello que nos constituye inicialmente (que en este caso es una familia disfuncional, un pobreza profunda, y un pueblo) se nos aferra al pecho para siempre.

La madre de Lucy es una mujer de pocas palabras, austera, dura. No acepta que le hagan una cama en la habitación y pasa los cinco días que acompañará a su hija sentada en un sillón. Lucy nunca la ve dormir, ni comer.

En esa habitación, esa madre parca y aparentemente distante intenta entretener a la hija con pequeñas anécdotas de la gente y del pueblo que Lucy dejó atrás cuando se fue a vivir a Nueva York. No hay rencores por esa decisión que las mantiene lejos; tampoco hay elogios por los logros de Lucy, ni mucho interés por las niñas. Pero, como suele ocurrir, esas “nimiedades” con las que se entretienen, destapan cajas de Pandora; esas pequeñeces permiten que Lucy recuerde la pobreza extrema en la que vivieron; la hacen rebobinar hasta esos días en los que, a punto de convertirse en adolescente, prefería quedarse en la escuela calefaccionada para demorar el regreso al helado garaje en el que vivían; le permiten rememorar todo aquello que pensaba olvidado pero no, como el traumático y humillante episodio en el que el padre hostiga a su hermano gay, para después abrazarlo y acunarlo; le dejan -nos dejan- entender que quizás allí, en ese pueblito, en esa casa destartalada, en esa escuela adonde solían decirle que olía mal, aprendió el tamaño de la soledad.

¿Se puede entender el mundo propio en cinco días?

Las charlas, sueltas, desordenadas, parecen apenas sobrevolar sus historias. Pero se hunden con la fuerza de una excavadora entre los escombros del pasado y sacuden el presente, lo hacen temblar.

Esta e sla escultura que ve Lucy en el MET.

No importa si hablan del pasado en el pueblito de Illinois; si recuerda a un vecino de su edificio en Manhattan; si habla de una visita al Museo Metropolitano de Arte, donde admira la impresionante escultura del conde Ugolino con sus hijos; si se detiene en aquella vez que un novio la juzgó por su ropa y su “falta de elegancia”; o si advierte cómo la madre no puede decirle que la quiere, o no puede decirlo con las palabras que casi todos usamos. Lo que hace Strout es sutil: nos cuenta una escena, quizás pequeña, pero con la sensibilidad del que realmente entiende lo que se esconde detrás de cada, en apariencia insignificante, gesto.

Como dice el escritor, periodista y fan de Elizabeth Strout, Rodrigo Fresán: “lo más importante de todo a la hora de celebrar «Me llamo Lucy Barton» es lo que no es y que, tan fácilmente, podría haber sido. «Me llamo Lucy Barton» no es cursi, no es sentimental, no es lacrimógena, no es efectista, no es tramposa, no es predecible, no es obvia, no es deshonesta, no es banal, no es innecesaria”.

No. No es nada de eso.

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