Agosto: “La habitación alemana”, de Carla Maliandi

En medio de tanta incertidumbre, aferrarse a un libro es un gesto esperanzador.

Y aquí estamos, ya en agosto, con la primera novela de la escritora argentina Carla Maliandi, La habitación alemana, editada por Mardulce, una novela con suspenso, velocidad, momentos cómicos, momentos trágicos y sobre todo, con una nueva manera de pararse y mirar nuestro pasado reciente.

Este es el viaje hacia adelante de una hija que vuelve al lugar en el que sus padres se exiliaron. Pero sus motivos son otros, su búsqueda es otra.

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¿A dónde, a qué volvemos cuando regresamos? ¿A una sensación, a un lugar, a un recuerdo? ¿Qué queda en pie si ni siquiera nosotros somos los mismos que cuando estuvimos allí? ¿Qué buscamos? y lo que es más inquietante: ¿qué encontramos y qué hacemos con todo eso?

¿Regresar es recordar?
La protagonista de La habitación alemana, gran primera novela de la argentina Carla Maliandi, regresa a Heidelberg, una ciudad que parece salida de “un cuento de hadas” y que para ella tiene el color, y la textura de la infancia. Ella nació y vivió allí cinco años con sus padres, dos filósofos que debieron exiliarse en Alemania por la dictadura militar. Lo primero que recuerda es la última noche de exiliados, esa noche que tantos argentinos deben haber vivido, entre la alegría del regreso al país y la tristeza de abandonar amigos, compañeros de ruta, y lo que fue un hogar.
Para la protagonista y narradora, todo Heilderberg, las estrellas de su cielo, el castillo de la afamada ciudad de los filósofos, representa un lugar feliz. Su recuerdo tiene ese color -a veces nítido, a veces borroso- de los recuerdos de infancia, porque quien narra entiende lo que vivieron aquellos exiliados, pero a la vez no comprende del todo: “La noche anterior al viaje, al gran viaje de vuelta a la Argentina, nuestra casa de la calle Keplerstrasse se llenó de filósofos…Había algunos latinoamericanos, un chileno que tocaba la guitarra, un mexicano serio de previsibles bigotes, y Mario, un joven estudiante argentino que paraba en nuestra casa”, escribe la protagonista.

Los recuerdos son, inevitablemente, como esas polaroids que van perdiendo el brillo y el color con el paso de los años. Cuesta distinguir con precisión.
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Regresar es huir
El regreso de la protagonista no tiene nada que ver con la nostalgia y melancolía. Más de dos décadas después, y con más de treinta años, hace el viaje en sentido contrario, de Buenos Aires a Heidelberg, como un movimiento apresurado, irracional, de huida, sin certezas y sin dar explicaciones.
La protagonista se instala en una residencia de estudiantes, sin tener el más mínimo plan de estudio. Mejor dicho: sin tener el más mínimo plan.
Este no es un libro de aprendizaje, en el que la protagonista hace un largo periplo para salir sabia y victoriosa al final del camino. No es un viaje para encontrarse a sí misma. El viaje es, en el mejor de los casos, un paréntesis. Y los paréntesis, a veces, encierran mundos inesperados.

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La protagonista no nos explica bien qué deja atrás, en Buenos Aires, aunque sabemos que dejó su trabajo intempestivamente y viene de una ruptura amorosa: se separó de Santiago, su pareja. Y no lo explica porque ella misma no conoce muy bien las razones.
Elige una residencia de estudiantes, ocupa una habitación, promete que llevará un certificado que pruebe su carácter de universitaria en Heidelberg, y lo que inicia, en verdad, es un vagabundeo sin rumbo: ante la falta de certezas sobre su pasado lo que nos regala es el presente puro. Pero antes, en el transcurso de su primera noche, tiene un sueño premonitorio: sueña con un niño, con un campesino que ordeña una vaca y le ofrece un vaso de leche; escucha que ese hombre le dice que sus pechos también están llenos de leche. En pocas páginas, el sueño se vuelve realidad: la mujer está embarazada. No lo sabía cuando decidió emprender el viaje. Y tampoco está segura de quién es el padre: ¿Santiago, otro?
La habitación alemana nos abre muchas puertas, muchas líneas, desde ese espacio fuera del tiempo, y a la vez fuera de lugar. Estar en la residencia de estudiantes, señala la narradora, “es como no estar en ningún lado, es estar sola pero con mucha gente, tener todo sin ser dueño de nada y pasar desapercibido”.

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Buscar el lugar seguro no implica encontrarlo. Todo empieza a enrarecerse.
La residencia de estudiantes es un desfile de personajes: desde la dueña del lugar a sus habitantes.
Como Miguel Javier, un tucumano, becario del Conicet, que enseguida establece relación con la protagonista, y la acompaña al hospital tras la noticia del embarazo. Es un gesto amoroso, lleno de cuidado.
O como Shanice, la estudiante japonesa, que se convierte instantáneamente en su amiga y que organiza una reunión de karaoke para todos los residentes. Pero lo que parece pura diversión, se transforma en tragedia: Shanice se suicida horas después y le deja a la “amiga argentina” todas sus pertenencias: un baúl de ropa, zapatos, “dos cámaras de fotos, un teléfono celular, una notebook, un ipod, un ipad, uno de esos aparatos para cargar libros electrónicos, un reproductor portátil de dvd, un secador de pelo”.
La puerta que abre el suicidio de la estudiante japonesa tiene aires góticos. La madre de Shanice, la señora Takahashi, que viene de Japón a enterrar a su hija, es una mujer que primero parece frágil pero luego se transforma en una presencia exótica, embrujada, acosadora. Su presencia oscurece todo. Y por si fuera poco, aquellos zapatos que recibió en herencia la protagonista, y que viajarán a Tucumán, como un regalo para la hermana de Miguel Javier, llevan consigo una especie de maldición.
Buscar un lugar seguro, en este caso, puede desencadenar una serie de eventos extraños.

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En la velocidad de este texto, escrito de un modo preciso, elegante, y que nos lleva de un breve capítulo a otro, movidos por la intriga y la ansiedad de saber qué más pasa, a dónde vamos, a la protagonista le queda una puerta por abrir: el encuentro con Mario, un hombre ahora, profesor universitario él, que fue, dos décadas antes, el joven estudiante de filosofía que estuvo en la fiesta de despedida cuando la familia regresó a Buenos Aires.
La protagonista se muda por un tiempo a lo de Mario, mientras él viaja.Y es allí donde el pasado de la historia argentina regresa de un modo nuevo, a través de fotos y cartas que encuentra en la casa de este exiliado argentino que ha decidido que no puede regresar al país, donde perdió su ex novio, torturado y asesinado por los militares.

Como dice Beatriz Sarlo sobre esta novela: “sus recuerdos del exilio no conciernen a la política, no son recuerdos de hombres y mujeres que actuaron entonces o fueron perseguidos. No se los puede llamar post-memoria, porque no narran lo que se escuchó o se conoció de esa época. No es la memoria de los padres en los hijos. Se ha dado vuelta una página, no para negar lo sucedido, sino como incipiente indicador de que probablemente relatos como el de Maliandi consideren una especie de independencia respecto de aquellos sucesos que siguen siendo terribles, pero lo son desde perspectivas nuevas: el horizonte se ha alejado”.

La eterna postergación
La habitación alemana, con sus múltiples líneas puede leerse como una historia de regreso que es, en todo momento, una historia de la postergación del regreso y de la postergación de todas las decisiones. Pero también es la historia de personas “extranjeras” (Miguel Javier; Mario; Joseph, el amante gay; la señora Takahashi, ella misma), que por muy distintos motivos escapan de algo.

Aunque el personaje de la madre de Shanice tiene destellos sombríos, demenciales y fantásticos no deja de ser esencial: en ella se resume el viaje de una madre que fue a buscar a una hija y que no puede irse. Casi un espejo de la protagonista: una hija que va al lugar donde estuvieron los padres y no hace más que postergar el regreso.
Pero, a diferencia de ella y aunque el libro no se presente nunca como una moraleja, la protagonista que fue a descansar a esa ciudad que parece salida de un cuento de hadas, se reencuentra sobre el final con las estrellas de aquel cielo infantil.

El reverso de los viajes, es el regreso a casa para afrontar una montaña de postergaciones y conflictos a resolver. La novela se detiene un paso antes, todavía en la incertidumbre. “Estaba perdida, pero estaba a salvo”, escribe la protagonista, casi como una primera y única tabla de salvación.
No es poco. Es casi todo.

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