Hay libros a los que cuesta entrar. La historia nos es ajena, no compartimos los sentimientos, por algún motivo sentimos que no tocan ninguna fibra. No es el caso de Así hablaba mi madre, un libro que desde las primeros renglones no sólo logra hacernos ingresar a esa habitación en la que están el narrador y su mamá, sino, y sobre todo, conmovernos con esa distancia que se vuelve cercanía por obra del amor; con esas diferencias que se vuelven semejanzas, otra vez y sólo por gracia del amor, y por esa profunda lección de sabiduría, hecha desde la más completa simpleza e ignorancia.
 La historia está narrada por el menor de cinco hermanos, escritor y profesor en una universidad en Lovaina (Bélgica), de 54 años, que cuida desde hace quince años a su madre, de 93, una mujer marroquí que no sabe leer ni escribir. Viven en una ciudad en la que se habla francés, pero la madre aprendió poco de esa lengua con la que tuvo que lidiar desde que llegaron de Marruecos: escuchó las órdenes de sus “patronas” cuando limpiaba casas, y sólo entendió los matices del desprecio; oyó los diagnósticos médicos que siempre se le antojaban fatales, y hasta las quejas de los maestros y directores de la escuela a la que iban sus hijos, a las que apenas atinaba a responder con un sí, muchas veces completamente desatinado.
“A través del analfabetismo de la madre, quería abordar el tema de la violencia que se puede sentir cuando sos un inmigrante y no podés expresarte ni leer la lengua de acogida. De repente te quedas mudo. Inaudible y, por tanto, invisible para la sociedad y para tus seres queridos. Se crea un divorcio que te sumerge en una gran soledad. Te convertís en un extraño por partida doble, para el país de acogida y para tus propios hijos”, dijo el escritor en una entrevista publicada cuando salió el libro, el año pasado.
El hijo, que hizo de los libros su vida, cuida ahora a esa mujer por la que llegó a sentir vergüenza cuando era un niño: su penoso acento de inmigrante lo mortificaba y su analfabetismo le resultó muchas veces vergonzante. Ahora, el hombre ha decidido dedicar su vida a cuidar a su mamá, que ya no puede estar sola. La ayuda a asearse, la acompaña, y sobre todo, le lee.
La novela que le lee es La piel de zapa, de Honoré de Balzac, un clásico de la lengua francesa. Por algún motivo que su hijo no logra -o le cuesta- entender, es la novela favorita de la mujer, que se quedó viuda muy joven y tuvo que criar sola a sus hijos. Ella conoce de memoria la trama: el hijo se la ha leído unas doscientas veces. En pocas palabras, La piel de zapa, cuenta la historia de un joven que recibe un pedazo de piel o cuero mágico que le permite cumplir sus deseos, pero que a la vez, con cada pedido, la piel de zapa se encoge y le quita su energía vital.
Compartir esa lectura es una especie de conjuro –como el que trama Scheherezade en Las mil y una noche-, una forma de alargarle la vida a su mamá, pero también una manera de cicatrizar una herida. El hijo pone palabras sobre esa llaga abierta entre una mujer inmigrante que no entiende casi nada y se conforma con menos, y la de unos hijos que han logrado no sólo adaptarse al ambiente sino progresar y ser exitosos, pese y por encima de esos orígenes pobres. Y además, leerle ese libro es una manera de entender, o en todo caso intuir, todo el universo que se desplegó alrededor o en el interior de su madre (incluido el deseo, que al hijo le da tanto pudor aceptar, como cuando lee un pasaje del libro de Balzac que se detiene en el placer sexual).
La novela explora sentimientos íntimos sin temor a exponer zonas sensibles. No hay golpe bajo, no cae en un sentimentalismo de cotillón; al contrario, traza un retrato honesto, incluso cuando exhibe las miserias personales: “¡Qué locura lo despectivo que puedo ser con mi familia de origen!, dice el narrador. (…)Tenía que tratar de demostrar mi superioridad de base. Yo, el citadino. Ante la mirada de la pequeña campesina que fue mi madre”, dice el profesor cuando reflexiona sobre las actitudes que tuvo en su juventud. Ese tiempo en que se avergonzaba de los consumos de su mamá: las telenovelas, las revistas llenas de chismes y fotos de la realeza.
“Creo que esta no es tanto mi historia personal como la de muchos hijos de la inmigración, de mi generación. Nosotros, que nos unimos a nuestros padres en tierras extranjeras, donde habían venido a trabajar, pudimos ir a la escuela, tener acceso al conocimiento intelectual, dominar el idioma. Esto crea rupturas, en las representaciones, en el imaginario, en la forma de pensar, y estas rupturas rara vez se verbalizan: simplemente se experimentan, en cada persona, en su interior. De esto es de lo que quería hablar, de esta realidad compartida por muchas personas que han experimentado estos mismos caminos”, explicó el autor en una entrevista con la periodista Hinde Pomeraniec.
Además de leer y acompañar, el hijo recuerda los días en los que también se divertían, los momentos en que la madre cerraba los ojos para cantar; o cuando reía carcajadas porque veía que sus hijos hacían bromas. Y mientras la mamá descubre y redescubre a Balzac, él se emociona por el heroísmo de su progenitora y por su sabiduría. “Cuando una misma es madre, lo que mejor puede hacer es que sus hijos nunca sientan que nos deben algo. Que sean libres”, le dice ella, magnifica.
Y esas lecturas, esa compañía amorosa, tienden un puente entre un hijo y una madre que quizás no tengan en común nada más que amor genuino. ¿Qué más debería haber?
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